El Golem

El Golem

Author:Gustav Meyrink
Language: es
Format: mobi
Published: 2010-07-26T22:00:00+00:00


Miedo

Tenía la intención de agarrar mi abrigo y mi sombrero e ir a comer a la pequeña taberna Zum alten Ungelt donde se reunían todas las noches, hasta muy tarde, Zwakh, Vrieslander y Prokop y se contaban unos a otros locas historias; pero apenas entré en mi habitación se me fue la intención: como si unas manos invisibles me hubieran arrancado un paño o algo que llevara sobre el cuerpo.

Había en el aire una tensión de la que no podía dar cuenta, pero que, a pesar de todo, existía como algo palpable y que, en el transcurso de unos segundos, me dominó tan profundamente que al principio, a causa de la inquietud, no sabía por dónde empezar: encender la luz, cerrar la puerta, sentarme o pasear de un lado para otro. ¿Se había introducido o escondido alguien en mi habitación durante mi ausencia? ¿Era el miedo de un hombre por ser visto lo que se me estaba contagiando? ¿Estaba acaso Wassertrum aquí?

Miré por detrás de las cortinas, abrí el armario y miré en el cuarto de al lado: nadie.

También el cofrecillo estaba en su lugar; no parecía haber sido tocado. ¿No sería lo mejor decidirme de una vez a quemar las cartas y librarme así para siempre de esa preocupación?

Empecé a buscar la llave en el bolsillo de la chaqueta... pero, ¿era necesario hacerlo ahora? Tenía tiempo suficiente hasta la mañana. ¡Primero encender la luz!

No podía encontrar las cerillas. ¿Estaba cerrada la puerta? Retrocedí un par de pasos. Me quedé quieto. ¿Por qué de repente ese miedo?

Querría reprocharme mi cobardía: pero mis pensamientos quedaban atascados en cuanto los había concebido.

Se me ocurrió de repente una idea loca, subir rápido, muy rápido a una mesa, levantar un sillón y romperle a él la cabeza hasta que cayera al suelo... si... si se acercaba.

—Pero si no hay nadie aquí —me dije en voz alta y de mal humor—, ¿has tenido miedo alguna vez en tu vida?

No servía de nada. El aire que respiraba se hacía cada vez más delgado y tan cortante como el éter.

Si hubiera visto algo, lo más horrible que se pueda uno imaginar, en un abrir y cerrar de ojos se me habría pasado el miedo.

Nada se acercaba.

Escudriñaba con la mirada todos los rincones.

Nada.

En todas partes sólo cosas muy conocidas: muebles, arcas, la lámpara, el cuadro, el reloj de pared, viejos amigos sin vida.

Esperaba que cambiaran ante mis ojos y me dieran así la causa para considerar un engaño de mis sentidos el motivo de mi miedo.

Pero tampoco. Seguían fieles e inmóviles en sus formas. Demasiado inmóviles para que fuesen naturales en la semioscuridad de la habitación.

«Están bajo tu misma tensión forzada», sentí «No se atreven a hacer el más ligero movimiento.» ¿Por qué no funciona el reloj de pared?

La acechanza a nuestro alrededor ahogaba todo sonido.

Moví la mano y me asombré de poder oír el ruido. ¡Si por lo menos silbara el viento alrededor de la casa! ¡Pero ni siquiera eso! O si la leña de la estufa chisporroteara: el fuego estaba apagado.



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